En un colorido y bullicioso pueblo llamado Armonía, vivía un grupo de niños muy diferentes. Había Mateo, el niño alto y atlético; Lucía, la pintora soñadora; Javier, el niño en silla de ruedas que amaba contar historias; y Amira, una niña de una tierra lejana con un hermoso velo.
Un día, todos los niños se reunieron en el parque para jugar. Pero cuando Amira se unió a ellos, algunas niñas comenzaron a murmurar. “Su ropa es extraña”, dijeron. “Nunca había visto a alguien como ella antes”.
Amira se sintió triste y herida. Javier, que estaba cerca, notó su angustia. Se acercó a las niñas y les dijo: “No es justo juzgar a alguien por su apariencia o de dónde viene. Todos somos diferentes, y eso es lo que nos hace especiales”.
Las niñas se sorprendieron por las palabras de Javier. Comenzaron a pensar en lo que había dicho y se dieron cuenta de que tenía razón. Se disculparon con Amira por sus palabras hirientes.
A partir de ese día, los niños de Armonía se volvieron más tolerantes y comprensivos. Entendieron que la diferencia no era motivo de división, sino una oportunidad para aprender y crecer juntos.
Mateo aprendió que la fuerza no solo era física, sino también la capacidad de defender lo correcto. Lucía descubrió que la belleza se podía encontrar en todo, incluso en las cosas que eran diferentes. Javier enseñó que la discapacidad no debía definir a una persona, y Amira compartió su cultura y tradiciones, enriqueciendo las vidas de todos.
Y así, en el pueblo de Armonía, la tolerancia floreció y creció, uniendo a los niños en una hermosa armonía que celebraba la diversidad y el respeto mutuo.